martes, 19 de enero de 2010
Autómatas orientales en algunas narraciones medievales
Uno de los motivos recurrentes en las representaciones narrativas que la Edad Media europea hizo con respecto a Oriente fue la descripción de los palacios de los gobernantes que regían aquellas tierras situadas en un geográfico y culturalmente apartado “más allá”. Como parte de una estrategia de exotización, dichas descripciones trazan el boceto de mecanismos y ornatos palaciegos que tienden a oscilar entre lo admirable y lo temible. Estos objetos y dispositivos no sólo incluyen las salas de tortura y los puentes levadizos, cuya evocación actualmente representa un lugar común y caricaturesco de la Edad Media; sino también otro tipo de máquinas, mucho más sofisticadas y con tendencia a lo ornamental que, en determinadas circunstancias y de manera silenciosa, logran intimidar al ojo extranjero únicamente por medio de la belleza. Me refiero a los autómatas orientales.
Del griego αὐτόματος –que significa espontáneo–, el término autómata nos remite a una máquina que imita la figura y los movimientos de un ser animado (DRAE s.v.); una especie de robot, avant la lettre, cuya historia y genealogía se pierden en las brumas del tiempo. Aunque el vocablo no existe en las lenguas vernáculas del siglo XII, la tradición de objetos con capacidad de movimiento es una práctica que la Edad Media heredó de la Antigüedad. Se sabe que tanto los egipcios como los griegos ya utilizaban efigies de sus dioses que podían mover ciertas extremidades o lanzar fuego por los ojos, en aras de crear pavor en un público poco habituado a estos espectáculos. Herón de Alejandría (s. I d.C), por su parte, escribe el primer tratado sobre estos mecanismos, que en gran medida deben su existencia a los principios de las energías eólica e hidráulica (fig. 1). Más tarde, la Edad Media contó con sabios que desarrollaron esta técnica. Entre ellos destacan Alberto Magno y Al-Jazari, científico árabe, inventor de los primeros relojes mecánicos, como el reloj-elefante, compuesto por representaciones humanas y animales (fig. 2). Como ejercicio mimético, la literatura medieval no dejo de representar autómatas. Entre ellos, de gran interés resultan los mecanismos orientales que aparecen en las descripciones palaciegas de reinos localizados en tierras lejanas como Constantinopla, Catay –es decir, China– y la India. Cito algunos ejemplos.
En Le pèlegrinage de Charlemagne –obra anónima de siglo XII, que trata de un supuesto viaje de Carlomagno a Oriente– el narrador describe el palacio del emperador de Constantinopla –Hugun le Fort– como un espacio absolutamente maravilloso, con columnas hechas en mármol nielado en oro. Estas mismas estructuras, poseen esculpidos en metal dos niños con trompetas en los labios. Cuando el viento entra en estos instrumentos, por un raro mecanismo, se produce que el palacio en su totalidad se mueva y reacomode a una nueva conformación, a la paridad de hacer sonar toda suerte de instrumentos musicales.
El Libro de Alexandre (siglo XIII), por su parte, narra cómo Alejandro Magno llega hasta la India persiguiendo a Poro, monarca de este lugar. Es en este espacio, donde el macedonio entra en los alcázares reales y, en medio del gran jardín, se topa con un árbol labrado en oro, sobre cuyas ramas se posan diversas clases de pájaros metálicos y pequeños juglares que, a la par, cantan y tocan instrumentos, produciendo una música deleitable.
Finalmente, en el Libro de las maravillas del mundo, Jean de Mandeville describe las fiestas de la corte del gran Khan, dentro de las cuales los súbditos presentan al emperador de Catay ciertas avecillas metálicas con piedras preciosas que, menciona el autor, “por arte de magia o, más bien, con sumo ingenio, cantan, bailan, y mueven las alas. Yo no sé cómo están hechos estos artilugios, pero son una gran maravilla” (216). Con esta cita, Mandeville resume la percepción del hombre medieval con respecto a los autómatas orientales que aparecen en literatura; misma percepción que es un reflejo mimético de la realidad extraliteraria. Esto es: el avance tecnológico oriental es confundido con lo mágico, o por lo menos se duda de su origen lícito; lo cual conlleva a una valorización negativa, y a un ejercicio exotizante de una otredad. Pues, para occidente, el Otro, que es Oriente, no sólo es el infiel al que se debe derrotar con las cruzadas, sino el hijo de lo demoníaco que, por ende, es preciso llevar al exterminio. En realidad de lo que se trata aquí es de una lucha de poder reflejada en la literatura, y es que, en efecto, ninguna obra literaria es inocente.
Así pues, en este caso, la exotización se da de manera ambivalente y oscilante entre los rasgos positivos y negativos. En otras palabras, los autómatas orientales –intra y extratextualmente– representan, sí, por un lado, la “corporeización” de los ideales de belleza y abundancia que quedan definidos por los materiales en los que generalmente están construidos estos mecanismos (metales y piedras preciosas), así como el placer que poroducen, un placer generalmente estético-musical. No obstante, estos mecanismos también reflejan una amenaza hipotética para Occidente, pues los textos dejan entredicho que, si algunos reinos orientales son capaces de construir semejantes máquinas sólo por deleite, ¿qué no serán capaces de hacer en el ámbito bélico? (fig.3) Luego, podríamos afirmar que lejos de ser una simple e inocente re-presentación de objetos mecánicos físicos, los autómatas orientales que se presentan en algunos textos de la Edad Media son parte, a su vez, de una maquinaria mayor y más compleja. Machina machinarum; la maquinaria política e ideológica que traza la figura de un otro, a la vez, temido y admirado.
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