sábado, 17 de julio de 2010

La torre de Babel


La torre de Babel

Uno de mis pinturas favoritas –en realidad tengo muchas– es la Torre de Babel de Pieter Brughel el Viejo. En ella, como se puede ver, se representa una estructura derruida que surca los cielos y penetra en las nubes, en el reino de Dios. En realidad no se trata, evidentemente, de una estructura en ruinas; sino de una estructura inacabada cuyo referente, lo sabemos todos, es en absoluto literario, por lo menos para nosotros (pues antes quizá se trató, específicamente, de una leyenda en particular). En efecto, se trata del conocidísimo –aunque no la hayamos leído– capítulo 11 del Génesis, que cuenta cómo Nemrod mandó construir una torre que llegara hasta el punto donde se encontraba Dios. Hecho que no agradó nada, nadita, al creador; y por tanto mandó, como castigo, la confusión de las lenguas, para crear la confusión, para crear el caos.

Originalmente, no obstante, en algunas Biblias aún se lee que los constructores originales no eran hombres, sino gigantes: los Nefelim, que intentaron llegar mediante una construcción de obra vana de hombre, hasta los rincones más vedados para la humanidad. Luego, habría que pensar que este motivo es, sin duda, de esa genealogía de la gigantomaquia, es decir esa lucha entre primeros hombres (los gigantes) y dioses que hallamos en casi todas las mitologías y que en la cultura clásica, por ejemplo, lo encontramos en lo recolectado por Ovidio en sus Metamorfosis, o bien, antes, en la Biblioteca Mitológica de Apolodoro, quien señala: “Los gigantes , insuperables por su tamaño y invencibles por su fuerza, mostraban temible aspecto, , con espesa pelambre pendiente de la cabeza y el mentón, y escamas de dragón como pies.” (Apolodoro, Biblioteca mitológica, I, 6). Y es que, en efecto, los gigantes, como seres primigenios, también están relacionados con los mitológicos primeros habitantes de la tierra, las grandes serpientes, los dioses tectónicos, los dragones, etc.

Lo cierto es que la torre de Babel es toda una alegoría que se vincula con lo dicho, después, por el “Eclesiastés”: vanitas vatinatem et omnia vanitatum est. La vanidad del hombre, los logros efímeros, los logros terrenos, los logros de lo material. Pero ante todo, la soberbia, nuestra soberbia que tanto veneno ha vertido por el mundo, que tanto veneno ha vertido por la historia, ¿qué es, sino soberbia, ver por uno mismo y no por lo demás, tantos desastres históricos, las guerras, la lucha por alcanzar el poder, la miseria de los pueblos, nuestra miseria del alma? Algún día, hace algún tiempo, escribí lo siguiente:

Castigo de un dios iracundo,
ojo primario que transpira el furor que sustentaba las alianzas,
hoy desamparos.

La torre quedó hecha de andamios de viento,
hecha de aire. Su sueño, prometido al polvo;
pues las lenguas de la genealogía de Noé
se bifurcaron infinitamente,
como ríos sobre el mundo,
red de venas que encauzó distinción de sangre,
distinción de nación.

Habían pretendido el sueño,
y qué sueño, alcanzar el cielo,
palpar con sus dedos la piel de dios.
Tierra de Sennaar, océano de arena,
donde reinó, para siempre, nuevamente el caos.

domingo, 7 de febrero de 2010

Oriente según la historia legendaria de Alejandro Magno: de la Antigüedad tardía a la época medieval









Quien habla de Edad Media, intuye una aleación cultural; una amalgama de diversas tradiciones de las que el cristianismo y el hombre de esta época se nutrieron, dando por resultado obras literarias con un claro, y a veces no tan claro, sustrato pagano. Entre las diversas fuentes de las que bebió el hombre del Medioevo, y entre las más recurrentes, se encuentra la tradición clásica, cuya influencia fue tal que, parafraseando a Carlos García Gual, dio origen a la renovación de un género que, hasta hoy, ha sido uno de los más exitosos y perdurables, la novela. (98)

En efecto, las primeras novelas del siglo XII –romans, como se les conoce en francés, lengua que les dio nacimiento– no fueron otra cosa, sino la actualización o medievalización –como lo prefiere llamar Ian Michel (27)– a la tradición literaria de la Antigüedad clásica; así, la Tebaida, de Estacio dio origen al Roman de Thèbes; la Eneida de Virgilio tuvo su parangón en el Roman d’Aeneas; mientras que las diversas narraciones biográficas sobre Alejandro Magno confluyeron en aquellos relatos medievales que versaban acerca de la biografía del conquistador macedonio; hablo pues, por una parte, de fuentes como Vidas Paralelas, de Plutarco; la Anábasis de Alejandro Magno, de Arriano; la Historia Alexandri Magni, de Quinto Curcio; pero, sobre todo, de Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia –o Novela de Alejandro– del Pseudo Calístenes; un texto del siglo III d.C., cuya fama fue tal que, durante el Renacimiento angevino (s. XII), fungió como fuente base para obras como la Alexandreis de Gautier de Châtillon (ca.1182) y, un siglo después, en España, el Libro de Alexandre, que tiene como marco histórico el proyecto imperial alfonsí y, sobre todo, la reconquista española que, por su naturaleza de “minicruzada”, no deja de ser un encuentro con Oriente. El presente trabajo se enfoca precisamente en este tema, la visión oriental en el Occidente de la Antigüedad tardía y la Alta Edad Media, vista a través de la obra del Pseudo Calístenes y su “versión” hispánica medieval.

II De monstruos y reinos maravillosos

Desde la Antigüedad clásica, Oriente ha sido para el hombre occidental un espacio ambiguo: tierra de promisión, cuerno de la abundancia y Paraíso Terrenal; pero también hogar de pueblos sangrientos y asesinos, como los tártaros, además de otras monstruosidades que, hasta bien entrada la modernidad, tenían su hábitat natural en aquel finis terrae. En el imaginario del hombre clásico, por ejemplo, la India –que se ubicaba a los extremos de la tierra habitada– representó un espacio donde, según Heródoto, “los animales, tanto cuadrúpedos como aves, son mucho más grandes y peligrosos que en las demás regiones […pero] hay allí también una infinita copia de oro” (III, 106). Por extensión, el Océano Índico era, además de un espacio cerrado –mare claussum–, una verdadera incubadora de seres aberrantes (Le Goff 271). En su Historia Natural, Plinio el Viejo recuerda que: “la mayor parte de los animales y, además, los más grandes se encuentran en este mar […] precisamente ahí las langostas alcanzan los cuatro codos y las anguilas los treinta pies” (IX, 5).




Partiendo de estas ideas, no habría por qué asombrarse cuando un relato como el del Pseudo Calístenes, heredero asimismo de toda una tradición paradoxográfica, narra hechos más o menos similares. Así, estando precisamente en la India, Alejandro menciona: “Nos salían al encuentro muchos animales salvajes de seis pies, de tres y cinco ojos, con una longitud de diez codos.” (125)
Diez siglos después –un lapso de tiempo que encierra un sinfín de cambios históricos radicales, como la consolidación del cristianismo–, el Libro de Alexandre (s. XIII) repetiría el mismo modelo, pues éste cuenta que el viaje de Alejandro a la India se suscita igualmente plagado de encuentros terribles. De esta manera, al paso del macedonio y de su tropa por la selva india salen serpientes voladoras (c. 2158), puercos salvajes con seis pares de garras (c. 2168), murciélagos y roedores gigantes (c. 2666), o bien un animal que ni si quiera alcanza un nombre:

Semexava caballo en toda su fechura,
avié la tiesta negra como mora madura;
en medio de la fruent’ en la encrespadura,
tenié tales tres cuernos que era grant pavura. (c.2180)


La ausencia de un nombre para este animal y el intento de una descripción física por medio de símiles más o menos cotidianos indica no sólo el grado de desconocimiento que se tiene de él; sino del que se tiene de la fauna nativa de esas tierras que, a fin de cuentas, representan la otredad. En este sentido, habría que recordar que, por mucho tiempo, el hombre occidental idealizó ciertos espacios partiendo de una base literaria-histórica en la que pálidamente se reflejaba una realidad material mal conocida y, en consecuencia, peor interpretada. (Gómez Espelosín 104).
Esto es por una parte lo monstruoso. Sin embargo, hay que recordar que, tanto para la cultura clásica como para el hombre de la Edad Media, Oriente tiene también una faz amable, pues en muchas ocasiones, como mencionará Jean de Mandeville en el Libro de las maravillas del mundo (s. XIV), este espacio se percibe como un lugar paradisíaco por donde corren ríos de leche y miel, ríos que arrastran por sus corrientes piedras preciosas. De manera similar lo concibió la Antigüedad clásica, donde no sólo Heródoto (III, 23) habla de la célebre Fuente de la juventud, cercana al mítico País de los Bienaventurados, sino también el Pseudo Calístenes, que pone este elemento en relación con Alejandro Magno, quien menciona:

"Encontramos un lugar en el que había una fuente resplandeciente, cuya agua refulgía como el relámpago. […] El aire de aquel lugar era bienoliente y no demasiado sombrío. [Mi cocinero] tomó un pescado seco y fue a lavarlo, para servirlo de comida […] Apenas mojado en el agua, revivió el pez y escapose de las manos del cocinero". (132)

Otros aspectos orientales benéficos que deben resaltarse en la historia legendaria de Alejandro Magno son la riqueza de los monarcas orientales y sus ciudades. En la carta que escribe la reina Candace de Etiopia en respuesta al macedonio –dentro de la obra del Pseudo Calístenes– se describen los lujosos regalos que esta mítica monarca manda como recepción a los griegos. Dice la reina:


"Los embajadores que te hemos enviado, te transportan 100 barras compactas de oro puro, 500 muchachos etíopes, una corona de esmeraldas, con diez hileras labradas de incontables perlas, y 80 cofres de marfil. Además, diferentes especies de animales salvajes de nuestro país: 5 elefantes, 10 panteras domadas, 30 perros comedores de carne humana y 300 colmillos de paquidermos". (158)



Pese a que en el Alexandre no se haga ninguna mención a esta reina –aunque sí a Talestris, la reina de las amazonas (c. 1864-1888)–, cabe decir que dos son los monarcas orientales que, en el texto, eclipsan occidente por la belleza de sus cortes, sus palacios y demás posesiones. De esta manera, en una de las seis écfrasis que contiene el Libro, se habla del carro de Darío que podría ser un eco del carro de Faetón y que, a su vez, representa una imago mundi:


Eran en la carreta todos los dios pintados,
e cómo son tres çielos e cómo son poblados
el somero muy claro, lleno de blanqueados,
los otros más de yuso de color más delgado. (c. 863)

O bien, de mayor interés, se habla de los palacios del rey indio, Poro, cuyo jardín se embellece con plantas y flores artificiales, hechas en metales y piedras preciosas. Un espacio que es coronado por el autómata en forma de árbol que, como axis mundi, se encuentra en el centro del vergel:

En medio del enclaustro, lugar tan acabado,
sediá un rico árbol en medio levantado,
nin era mucho gruesso nin era muy delgado,
de oro fino era sotilamente obrado.

Cuantas aves en çielo han bozes acordadas,
que dizen cantos dulces menudas e granadas,
todas en aquel árbol parçién tragitadas,
cad’ un de su natura, en color devisadas. (c.2132-2133)


En cuanto a las ciudades, palacios y sus descripciones, en la obra del Pseudo Calístenes se puede leer que el alcázar de la reina Candace “era refulgente por sus techos decorados [… y tenía] cobertores de tejidos sedosos y con artísticas incrustaciones de oro […] Las mesas estaban hechas de marfil y las columnas relucían con sus capiteles de ébano.” (163). Por otro lado, el autor del Alexandre utiliza una de las técnicas más frecuentes en literatura medieval, aquella de describir las urbes orientales como auténticas reminiscencias del Paraíso Terreno que, asimismo, tiene clara influencia de las tierras fabulosas de la Antigüedad. De esta manera, Babilonia es un lugar donde las estaciones del año se detienen para dar paso a una primavera perenne, que hace nacer todo tipo de árboles de especias, mismos que inundan la ciudad con el aroma del clavo, la canela y el cardamomo; mientras que, por los adentros de la urbe, corren los 4 ríos santos de la tradición judeocristiana: Guijón, Fisón, Tigris y Éufrates; luego, estas ciudades son partícipes de lo divino.

Pero he aquí que el péndulo, infatigablemente oscilante, vuelve hacia su aspecto tanático. Babilonia también se encuentra próxima al valle donde, según los textos bíblicos, se asentó la torre de Babel que, antes de ser andamios de polvo y viento, fue parte de un plan estratégico de los Nefelim o gigantes rebeldes quienes, mediante tal estructura, quisieron armar guerra contra Dios; por lo tanto, la zona se vuelve no solamente una tierra de entes malditos, sino también una tierra de razas monstruosas.


"No obstante, estos seres también tienen un claro sustrato clásico; el mismo Pseudo Calístenes habla del encuentro de Alejandro con “hombres salvajes con figura de gigantes, esféricos, de rostros rojos y aspecto leonino” (123); a cuyas proximidades habitaban hombres cubiertos de vello a quienes Alejandro captura y, meticulosamente, convierte en objetos de estudio. Dice el conquistador: “al no tener alimento, al cabo de cuatro días, murieron. Y cabe mencionar que no tenían inteligencia humana, sino que ladraban como perros” (124).


El lenguaje incomprensible para la etnocéntrica cultura occidental resulta una marca de ausencia de civilidad; y esta marca perdura hasta bien entrada la Edad Media e incluso la modernidad: por ejemplo, en el Libro de las maravillas del mundo (s. XIV) Jean de Mandeville, al hablar de los pueblos circundantes al mítico reino del Preste Juan, menciona: “por aquellos desiertos, por los que anduvo el rey Alexandre, andan muchos hombres salvajes de extraña forma y figura. No hablan lengua alguna, sino que gruñen como puercos y tienen cuernos en la cabeza, como bestias infernales” (246).
Los ejemplos podrían ser numerosos. Sin embargo, queda claro que la historia legendaria de Alejandro Magno devela un Oriente que oscila entre lo positivo y lo negativo. Esta es una visión que, en general, tuvo la Antigüedad clásica y que heredó a la Edad Media con respecto a las naciones que se situaban al otro lado del mundo, países desconocidos que salían fuera de la koiné cultural y que, en suma, para estas épocas históricas, representaron la otredad. Ahora bien, habría que pensar qué tanto hemos cambiado esta visión. Al parecer, no mucho; si se piensa detenidamente, mientras que el hombre clásico y el del Medioevo veían en Oriente un reino de promisión y una tierra de monstruos; el hombre contemporáneo, por una parte, sigue codificando este sitio como el último resquicio de la espiritualidad que Occidente ha perdido a partir del siglo de las luces. Por otro lado, nuestro actual Oriente sigue incubando monstruos, aunque de un tipo distinto; se trata de monstruos que afectan y amenazan los intereses occidentales y su integridad; a fin de cuentas y siguiendo esta lógica ¿qué diferencia habría entre los pueblos antropófagos o los horribles descabezados con los que Alejandro se topa en la India; y los talibanes del siglo XXI; o el creciente desarrollo económico de una China reorganizada, que amenaza con devorar los distintos mercados occidentales? La respuesta es evidente.



Obras citadas y aludidas

Libro de Alexandre. Ed. Jesús Cañas Murillo. 4ª ed. Madrid: Cátedra, 2003


GARCÍA GUAL, Carlos. Primeras novelas europeas. Madrid: Itsmo, 1990.


GARCÍA, Paloma. “Introducción” al Libro de Tebas. Madrid: Gredos, 1997. 7-26


GÓMEZ ESPELOSÍN, Javier F., et al. Tierras fabulosas de la Antigüedad. Alcalá de
Henares: Universidad de Alcalá, 1994.


HARF-LANCNER, Laurence. “Introduction a L’Alexandre de Paris" . Le roman
d’Alexandre”. Librairie Génerale Française: Paris, 1994. 15-25.


HERÓDOTO. Los Nueve libros de la historia. Trad. Rosa Lida de Malkiel. México:
Cumbre, 1982.


JEHAN DE MANDEVILLE. “Libro de las Maravillas del Mundo”. En Libros de
Maravillas. Ed. Marie-José Lemarchand. Madrid: Siruela, 2002. 75-293.


LE GOFF, Jacques. “L’Occident médiéval et l’Océan indien”. En su libro: Une Autre Moyen
Âge. Paris : Gallimard, 1999. 269-293.


MICHEL, Ian. The Treatment of Classical Material in the "Libro de Alexandre".
Manchester: Manchester University Press, 1970.



PLINIO “EL VIEJO”. Historia natural. Libros VII-XI. Trad. Ana Mª. Moure Casas.
Madrid: Gredos, 2003.


PSEUDO CALÍSTENES. Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia. Trad., prol. y
notas Carlos García Gual. Madrid: Gredos, 1988.


ROSSI-REDER, Andrea. “Wonders of the East: India in Classical and Medieval
literature”. En: Marvels, monsters and miracles. Studies in the medieval and early modern imaginations. Eds. Timothy S. Jones y David A. Sprunger. Michigan: Western Michigan University, 2002. 53-66.

miércoles, 27 de enero de 2010

Los cuervos y nuestra memoria simbólica


Como imagen simbólica, quizá el cuervo no ha corrido con tanta suerte en el folclor y la literatura canónica occidental ( término con el que me refiero a una cultura de sustrato clásico, greco-romano) como sí lo han hecho otros animales. Y es que, por lo regular, se le representa de manera negativa, pues su figura evoca o bien inocencia que raya en estupidez ( bien auspiciada, por la vanagloria), o bien, como mensajero abolusto de la tragedia.

En el primer caso, pienso en la fábula de Esopo, que en el siglo XX veremos tan reelaborada en los mass media, y que cuenta la famosa historia del zorro y el cuervo. Todo mundo la conoce. Aquella donde el cuervo deja caer desde un árbol- !ay torpe de él! - un pedazo de queso, pues el zorro (que por cierto, a partir de ahí en la literatura francesa, dará naciemiento al célebre zorro del roman de Renart) lo alaba con palabras hipócritas.

En el segundo caso, los ejemplos abundan. Desde el célebre cuervo parlanchín nuncamásezco de Edgar Allan Poe, hasta los seis cuervos de la Torre de Londres que, según cuenta la leyenda, deben permanecer en este edificio pues, de lo contrario, si ellos escapan, no sólo la torre cae, sino también la monarquía inglesa y toda Bretaña (¿qué paralelo habrá aquí con Excálibur, la mítica espada del rey Arturo que, cuando regresa a las manos de la dama del lago, también arrastra simbólicamente la destrucción de un mundo, el mundo de Arturo?). A propósito de esto, recuerdo que dos de estos cuervos -los cuervos de la torre de Londres- deben llamarse Hugin y Munin, nombres que provienen de la antigua mitología germánica y que son la otra moneda de este símbolo, pues, contrario a cualquier conotación negativa, estas aves en la antigua mitología escandinava ( la mejor mitología conservada de pueblos germánicos) son ayudantes de Odin. Ellos son, practicamente, quienes muy de mañana emprenden el vuelo hacia la tierra y traen, por la tarde, "noticias del imperio". Así, acerca del pensamiento y la memoria, Snorri Sturluson, en The Prose Edda, nos recuerda que:

“Two ravens sit on Odin’s shoulders, and into his ears they tell the news they see or hear. Their names are Hugin, which means Thought; and Munin, which means mind or memoire. At the sunrise he sends them off to fly troughout the whole world and they return in time for the first meal…” He aquí una bella imagen de lo dicho.

martes, 26 de enero de 2010

De fictos lupos: El libro de los hombres lobo, entre el cientificismo y la superstición.




Frente a ciertos motivos y personajes emblemáticos para la literatura gótica –pienso en los vampiros condenados al asesinato en pos de la supervivencia, en los fantasmas que deambulan por castillos derruidos, e incluso en los científicos que juegan a ser Dios– las transformaciones de hombres en lobo no han corrido con tanta suerte, en cuanto a la difusión de los relatos que los acogen; y, peor aún, en cuanto a la crítica que podría hablar de este tema, en más de un sentido. El hecho en realidad resulta irónico, pues la cultura de masas –sobre todo el cine, a partir de la película The Wolf Man, dirigida por George Waggner (1941)– ha entronizado a estos seres como una referencia obligada en el catálogo teratológico del imaginario popular contemporáneo. No obstante, es evidente que el cine no inventó el mito del hombre lobo, sino que su origen se pierde en las tinieblas de los tiempos y los ríos profundos de eras pretéritas, de lo que Claude Lecouteux –en el siglo XX–analizó como una ramificación del doble (Hadas, brujas y hombres lobo, 121-144).
Empero, antes de reconocer al célebre medievalista que se ha especializado en los temas inquietantes relacionados con los mundos de ultratumba, habría que hablar de un inglés que, hacia 1865, publica un texto que debería ser una obra de cabecera para los estudiosos de estos temas y que, sin embargo, no lo es. El hombre, Sabine Baring Gould; un clérigo originario de Devon, Inglaterra, cuya vida consagró a la recuperación de las tradiciones populares, entre las que destaca la creencia en los fictos lupos. El texto, The book of the werewolves. Being an account of a terrible superstition, un tratado que nace bajo el afán científico pero que, como veremos, descansa y se legitima en gran medida en lo legendario y folclórico que, a su vez, constituyen la materia de la más genuina literatura de terror.
Sabine Baring Gould comienza su estudio contando que, una noche en Vienne (pequeña población de Poitu), al regresar de una de sus exploraciones, no pudo encontrar un cabriolé que lo llevara a casa; y es que los habitantes de aquella zona solían terminar pronto sus faenas, pues temían al loup-garou, nombre que en Francia se le da al hombre lobo. No obstante, armado de valor y escéptico hasta cierto punto, el reverendo no se dejó llevar por semejante superchería y emprendió, solo y a pie, el camino de regreso. Comenta el autor:
Ésta fue mi introducción al tema de los hombres lobo, y el hecho de encontrar tan arraigada la superstición me dio la idea de investigar la historia y los hábitos de estas criaturas. Debo reconocer que no he conseguido ningún ejemplar, pero sí he encontrado su rastro por todas partes. Y así como los paleontólogos han reconstruido el labyrinthodon a partir de las huellas de sus pisadas […], así esta monografía puede resultar precisa, aunque no haya tenido encadenado delante de mí a un hombre lobo. (31. Todos los énfasis en citas son míos)

Esta afirmación devela de manera temprana el pensamiento de Baring Gould; primero hay que reconocer su curiosidad y sed de conocimiento, así como la capacidad de asombro ante las costumbres y creencias del otro. Segundo, y más interesante, su discurso devela una clara interacción con la revolución científica de su tiempo. Habla, pues, de la paleontología y la posibilidad de repetir un hecho comprobable; lo que nos coloca ya en el discurso de la ciencia; hecho que confirma, finalmente, con la mención a la posibilidad de tener, ante sí, a un hombre lobo auténtico, pues su presencia implicaría el primer paso para el método científico, la observación.
En las páginas siguientes, Baring Gould aclara la forma en que está ordenado su texto. Primero, comienza con los autores clásicos, entre los que destaca Ovidio, pues del libro I de las Metamorfosis extrae el relato de la transformación del rey arcadio Licaón; después, se enfoca en la tradición nórdica y germánica –aquí habla de La saga de los Volsungos y los guerreros berserker–; posteriormente hace algunas referencias al hombre lobo en la Edad Media – y cita el lai Bisclaveret de Marie de France–; finalmente, dedica por lo menos tres capítulos a dos asesinos seriales famosos en la historia de Francia; Jean Grenier y Gilles de Retz, cuyos casos judiciales se relacionaron con la supuesta mania lupina y que se dieron, precisamente, en los siglos XVI y XVII; época calificada como la Edad de Oro de la Licantropía (Fonderbrider, 137).
Con esta estructura, el objetivo que persigue Baring Gould es claro; demostrar que detrás de los mitos y leyendas se esconde, en sus palabras, “una verdad positiva” (32); y ésta es que la licantropía obedece, más bien, a un trastorno psicológico; idea que el autor refuerza, al definir el concepto:
¿Qué es licantropía? La transformación de un hombre o una mujer en lobo, bien por medios mágicos, para permitirles disfrutar el sabor de la carne humana, bien por sentencia de los dioses, para castigar algún delito grave. Ésta es la definición popular. En realidad es una forma de locura, como se puede comprobar en los manicomios. (33)


Si bien esta definición resulta tajante y con evidentes pretensiones racionales, lo cierto es que Baring Gould, ya sea para ejemplificar su discurso o bien para contextualizarlo, muchas veces trae a colación elementos recurrentes de la tradición folclórica que habla de las metamorfosis de hombres en lobos u otras bestias. A continuación, me enfoco en dos de estos motivos legendarios y su contraparte racional; con ello, trato de hacer un primer acercamiento tipológico que pueda servir para estudios posteriores a este texto.
I Ungüentos.
En su obra, Licantropía; historias de hombres lobo en occidente, Fondebrider dedica un capítulo al tema de los ungüentos como medio para la transformación. En este apartado, el crítico menciona que, en los siglos XVI y XVII, los tratadistas, por un lado, identificaban las transformaciones de hombres en lobo como una hiperbolización de la melancolía; mientras que, por otro, ya hacían referencia al uso de afeites, hechos a base de hierbas y otros elementos, cuya mezcla untada en el cuerpo desnudo del usuario provocaba que éste adquiriera la forma del lobo, o por lo menos así lo pensaba.
Sin embargo, los estudios sobre licantropía no tienen que esperar hasta el siglo XX para que Fondebrider realice tal observación. En el Libro de los hombres lobo, Baring Gould recoge numerosos relatos –ya literarios, ya folclóricos– que abordan dicho motivo. Entre éstos se encuentran el caso de Pierre Bourgot (71-73), un pastor que, en busca de un beneficio económico, termina persuadido por su amigo, Michel Verdung, para convertirse en adorador de Satanás; por tanto, acuden juntos a los aquelarres que toman lugar en lo más profundo de los bosques y, para llegar más rápido al encuentro, utilizan un medio peculiar. Dice Pierre:

Michel me persuadió de que me moviera a la mayor celeridad, para lo cual, después de desnudarme me frotó con un ungüento y entonces creí transformarme en lobo. Al principio me asustaron mis cuatro zarpas y la piel que me había cubierto, pero descubrí que podía ahora correr a la velocidad del viento. (72)

La transformación en lobos gracias a un ungüento no sólo les sirve únicamente para trasladarse más rápido de un lugar a otro; sino que también les es útil para cometer actos de antropofagia que generalmente, como en otros casos, se centran en la población más vulnerable, las mujeres y los niños. Barging Gould menciona: “En otra ocasión, también bajo la forma de lobos, atacaron a una niña de cuatro años y se la comieron toda, excepto un brazo. Michel la reputó como la carne más deliciosa.” (72)
El motivo del ungüento mágico se repite en otras narraciones. No obstante, la de mayor importancia es aquella que el autor inglés rescata de la literatura latina, pues ésta parece ser una de las más antiguas y, por lo tanto, arquetípicas; hablo del Asno de Oro, de Apuleyo (siglo II), donde el protagonista de la historia –Lucio, un joven obsesionado con la magia– llega por fortuna a Tesalia, cuna de brujas, con el objetivo de ser testigo de algún acontecimiento impulsado por la sobrenaturalidad. Sin embargo, debido a un hechizo fallido, Lucio termina por ser transformado en asno y no en ave, como él lo deseaba. El medio para la transformación es, precisamente, un ungüento.
Con este antecedente, Baring Gould –postrado ya en su pedestal de ciencia decimonónica, ciencia positivista– explica que, desde tiempos antiguos, el hombre ha soñado con transformarse en una cosa que no sea el hombre mismo; para su suerte, descubrió de manera maravillosa los efectos de las sustancias alucinógenas que ciertas plantas contenían y que, si bien no lograban la transformación fáctica, por lo menos sí la ilusión de experimentarla. En este sentido, señala:
Sabemos de qué estaban compuestos esos ungüentos. Se componían de narcóticos: solanum somniferum, acónito, belladona, opio, acorus vulgaris. Se reducían por cocción con aceite, o grasa de niños a los que se mataban con este fin. Se añadía sangre de murciélago, pero quizás los efectos eran nulos; y lo que provocaban, en realidad, era una alucinación mental (118).


En esta alucinación, el individuo se imaginaba transformado en lobo; Baring Gould interpreta esto como una respuesta al terror que la población rural del siglo XVI europeo experimentaba contra esta fiera, pues en las dicotomías humano/bestia, civilizado/salvaje, bueno/malo, pastor/lobo éste último representa el antagonista natural del hombre. Con estas ideas, habría que preguntarse lo siguiente: ¿a caso en el cristianismo no se habla también de la imagen del buen pastor y el buen cordero como símbolos de salvación, y por lo tanto, como símbolos del bien? Entonces ¿Qué lugar ocuparía el lobo en esta cosmovisión imperante? Hasta aquí el motivo del ungüento.

II La segunda piel
Otro de los tópicos que resulta recurrente en El libro de los hombres lobo es el de la mutación originada por el uso o despojo de una “segunda piel”; se trata de una serie de relatos en los que, por una parte, el abandono de las ropas facilita la transformación; mientras que, por otra, el uso de una piel de lobo sobrepuesta causa la metamorfosis. En el primer caso se concentran algunas narraciones que Baring Gould recupera de la literatura clásica y medieval; por ejemplo, la historia del soldado-lobo que Petronio cuenta en el Satiricón, en voz del liberto Niceros, quien relata:
En los tiempos en los que aún era esclavo […] mi amo había ido a Capua […] Encontrando así una ocasión, persuado yo a un huésped que teníamos para que vaya conmigo al quinto miliario. Era un soldado, fuerte como un demonio. Nos largamos más o menos al cantar del gallo: la luna lucía como si fuera medio día. Llegamos en medio de los sepulcros: mi hombre se puso a hacer sus necesidades junto a unas lápidas. […] después miré que mi compañero se estaba desvistiendo y poniendo sus vestidos junto al camino […] Él meó alrededor de su ropa, y de repente se convirtió en lobo. (II, 15)

Para un crítico contemporáneo como Molina Foix, este pasaje contiene ya los elementos que, siglos después, se relacionarán con los hombres lobo: noche de plenilunio, escenario decadente y, más importante, abandono de las ropas antes de la transformación (xi). Por su parte, si bien Baring Gould no menciona este motivo de manera explícita, ni mucho menos lo utiliza para estructurar una tipología, queda claro que la idea la intuye, pues los relatos que recoge de la tradición literaria y folclórica abordan dicho tópico de manera recurrente. Demos otro ejemplo; el lai Bisclaveret, de Marie de France (siglo XII), describe los infortunios de un hombre que comete el error de contarle a su infiel mujer su capacidad de transformación. El texto fuente dice:
–Señora, me convierto en hombre lobo,
en el bosque me introduzco
en la espesura cerrada y allí vivo de las presas y rapiña.
Cuando todo le contó
ella entonces preguntó si iba desnudo o vestido.
–Señora –dijo–desnudo.
– Dime por dios, ¿y tus ropas?
–Señora, eso no os responderé,
pues si llegara a perderlas
o me vieran al dejarlas,
hombre lobo sería yo para siempre.
(Marie de France, Lai de Bisclavret, en Fonderbrider, 69)


El resto de la historia es de esperarse; la mujer, junto con su amante, roba las ropas del marido y éste pasa un buen tiempo convertido en lobo; hasta que, por fortuna, el rey –que se intuye es el legendario rey Arturo– acoge en su corte al animal, pues éste da muestras de nobleza. La trama se resuelve cuando, cierto día, el lobo ve a la que otrora fuera su esposa y le arranca la nariz de una mordida; el rey hace justicia y el misterio se resuelve. Tras confesar, la malvada pareja le regresa las ropas al Bislcaveret, y éste vuelve a ser hombre.
La crítica moderna en realidad ha dado poca importancia a este motivo; quizá el autor contemporáneo al que podamos acudir nuevamente sea Lecouteux quien, en su texto Hadas, brujas y hombres lobo en la Edad Media, estudia este mismo relato y motivo bajo el tema del doble, cuando menciona:

Sin duda es exacto afirmar que desnudarse equivale a desembarazarse de la naturaleza humana, pero eso es quedarse en la superficie de las cosas. En cambio, si admitimos que el cuerpo permanece sin vida mientras el Doble viaja en forma de lobo, descubrimos que las ropas son de hecho, el sustituto del cuerpo. Por ello, no hay que tocarlas. Por ello, al ponérselas de nuevo se recupera la condición de hombre. (136)


A lo anterior habría que añadir que las ropas son, en efecto, un elemento de lo civilizado; mientras que, el cuerpo desnudo nos regresa al estado de salvajismo e irracionalidad. No obstante, hay que señalar que Lecouteux sólo aborda el despojo de esta segunda piel y olvida que la tradición ha delegado también la posibilidad de transformarse gracias al uso de una piel de animal sobrepuesta en las espaldas del individuo. A diferencia del francés, Baring Gould, habla de este motivo cuando retoma el bello mito escandinavo de las doncellas cisne que, al usar vestidos hechos con plumas mágicas, se transforman en aves; o bien, cuando habla de los héroes de la Saga de los Volsungos, que utilizan una pelliza para mutar en lobos. Caso similar es el de Jean Greanier, célebre asesino serial del siglo XVI quien, para causar terror a un grupo de jovencitas, dice:
-¿Queréis saber algo de la capa de piel de lobo? Me la ha dado Pierre Labourant; me cubro con ella, y todos los lunes, viernes y domingos […] cerca de una hora al oscurecer, soy un lobo, un hombre lobo. He matado perros y he bebido su sangre, pero las niñas, como ustedes, saben mejor, pues tienen la carne tierna y fresca; y la sangre rica y caliente. (83)

Una capa hecha con piel de lobo; ¿acaso esto no nos recuerda la imagen de los antiguos hombres de guerra, por sólo mencionar un parentesco, que entre sus armaduras, utilizaban ya sea escudos que hacían alusión a un animal feroz; yelmos que emulaban la cabeza de una bestia temible; e incluso pellizas, propiamente, de oso o lobo? En efecto, la racionalización del motivo va de la mano con el totemismo; es decir, la relación, si se quiere metafísica o de doble, que se entreteje entre un individuo o un pueblo y, generalmente, un animal. Esta idea la intuía ya Baring Gould cuando, en su Libro (apoyado en la Germania de Tácito), antes de referirse a los casos aquí expuestos, hablaba también de los temibles guerreros berserker, que vistiendo una piel de oso o lobo y presos de un furor violento, eran el azote de las tierras nórdicas, a tal grado que las leyendas acerca de los licántropos pudieron originarse a partir de estos combatientes, por lo menos en aquella área geográfica.
Para concluir añado lo siguiente; estos dos motivos –el del ungüento y el de la segunda piel– constituyen tan sólo una pequeña muestra de la oscilación ideológica que subyace en el Libro de los hombres lobo. Muchas cosas se quedan en el tintero, por ejemplo, el motivo de los días funestos, es decir el planteamiento de que hay días propicios para la transformación; o bien el por qué Baring Gould no habla de las famosas balas de plata, para aniquilar a un licántropo; ni de enfermedades reales como la hipertricosis o la porfiria que, históricamente, se relacionaron tanto con los vampiros como con los hombres lobo. No obstante, con lo expuesto aquí, podemos concluir que Baring Gould se adelanta a los teóricos del siglo XX, con este libro que, no obstante, lo emblematiza también como un hijo prototípico de su tiempo, un hombre de su siglo; un siglo XIX que, efectivamente, vio nacer muchos de los conceptos científicos y analíticos que aún hoy conservamos –pienso en el comparatismo–; pero también un siglo XIX que fue testigo e incubador de una literatura –llámese gótica o romántica– que veía en las relatos tradicionales la materia fecunda de sus narraciones. De esta manera, no es sorprendente que un texto como el Libro de los hombres lobo sea una obra a caballo entre el análisis racional y la recuperación de lo legendario; en otras palabras, un texto situado y sitiado, en efecto, entre el cientificismo y la superstición.


Obras citadas
Apuleyo. El asno de Oro. Ed. José María Arroyo. 11ª ed. Madrid: Cátedra, 2003.

Baring Gould, Sabine. El libro de los hombres lobo. Información sobre una superstición
terrible. Trad. María Torres. Intrd. Antonio José Narro. (Colección gótica 54). Madrid:
Valdemar, 2004.

Fondebrider, Jorge. Licantropía. Historias de hombres lobo en occidente. Buenos Aires:
Adriana Hidalgo, 2004

Lecouteux, Claude. Hadas brujas y hombres lobo en la Edad media. Breve Historia del Doble.

Molina Foix, Juan Antonio. Hombres lobo. Antología de relatos licantrópicos. Madrid: Siruela, 1998.

Petronio Arbitro. Satiricón. Trad. Manuel Díaz y Díaz. 2ª ed. Biblingüe,
Latin/Español. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990.

martes, 19 de enero de 2010

Autómatas orientales en algunas narraciones medievales


Uno de los motivos recurrentes en las representaciones narrativas que la Edad Media europea hizo con respecto a Oriente fue la descripción de los palacios de los gobernantes que regían aquellas tierras situadas en un geográfico y culturalmente apartado “más allá”. Como parte de una estrategia de exotización, dichas descripciones trazan el boceto de mecanismos y ornatos palaciegos que tienden a oscilar entre lo admirable y lo temible. Estos objetos y dispositivos no sólo incluyen las salas de tortura y los puentes levadizos, cuya evocación actualmente representa un lugar común y caricaturesco de la Edad Media; sino también otro tipo de máquinas, mucho más sofisticadas y con tendencia a lo ornamental que, en determinadas circunstancias y de manera silenciosa, logran intimidar al ojo extranjero únicamente por medio de la belleza. Me refiero a los autómatas orientales.
Del griego αὐτόματος –que significa espontáneo–, el término autómata nos remite a una máquina que imita la figura y los movimientos de un ser animado (DRAE s.v.); una especie de robot, avant la lettre, cuya historia y genealogía se pierden en las brumas del tiempo. Aunque el vocablo no existe en las lenguas vernáculas del siglo XII, la tradición de objetos con capacidad de movimiento es una práctica que la Edad Media heredó de la Antigüedad. Se sabe que tanto los egipcios como los griegos ya utilizaban efigies de sus dioses que podían mover ciertas extremidades o lanzar fuego por los ojos, en aras de crear pavor en un público poco habituado a estos espectáculos. Herón de Alejandría (s. I d.C), por su parte, escribe el primer tratado sobre estos mecanismos, que en gran medida deben su existencia a los principios de las energías eólica e hidráulica (fig. 1). Más tarde, la Edad Media contó con sabios que desarrollaron esta técnica. Entre ellos destacan Alberto Magno y Al-Jazari, científico árabe, inventor de los primeros relojes mecánicos, como el reloj-elefante, compuesto por representaciones humanas y animales (fig. 2). Como ejercicio mimético, la literatura medieval no dejo de representar autómatas. Entre ellos, de gran interés resultan los mecanismos orientales que aparecen en las descripciones palaciegas de reinos localizados en tierras lejanas como Constantinopla, Catay –es decir, China– y la India. Cito algunos ejemplos.
En Le pèlegrinage de Charlemagne –obra anónima de siglo XII, que trata de un supuesto viaje de Carlomagno a Oriente– el narrador describe el palacio del emperador de Constantinopla –Hugun le Fort– como un espacio absolutamente maravilloso, con columnas hechas en mármol nielado en oro. Estas mismas estructuras, poseen esculpidos en metal dos niños con trompetas en los labios. Cuando el viento entra en estos instrumentos, por un raro mecanismo, se produce que el palacio en su totalidad se mueva y reacomode a una nueva conformación, a la paridad de hacer sonar toda suerte de instrumentos musicales.
El Libro de Alexandre (siglo XIII), por su parte, narra cómo Alejandro Magno llega hasta la India persiguiendo a Poro, monarca de este lugar. Es en este espacio, donde el macedonio entra en los alcázares reales y, en medio del gran jardín, se topa con un árbol labrado en oro, sobre cuyas ramas se posan diversas clases de pájaros metálicos y pequeños juglares que, a la par, cantan y tocan instrumentos, produciendo una música deleitable.
Finalmente, en el Libro de las maravillas del mundo, Jean de Mandeville describe las fiestas de la corte del gran Khan, dentro de las cuales los súbditos presentan al emperador de Catay ciertas avecillas metálicas con piedras preciosas que, menciona el autor, “por arte de magia o, más bien, con sumo ingenio, cantan, bailan, y mueven las alas. Yo no sé cómo están hechos estos artilugios, pero son una gran maravilla” (216). Con esta cita, Mandeville resume la percepción del hombre medieval con respecto a los autómatas orientales que aparecen en literatura; misma percepción que es un reflejo mimético de la realidad extraliteraria. Esto es: el avance tecnológico oriental es confundido con lo mágico, o por lo menos se duda de su origen lícito; lo cual conlleva a una valorización negativa, y a un ejercicio exotizante de una otredad. Pues, para occidente, el Otro, que es Oriente, no sólo es el infiel al que se debe derrotar con las cruzadas, sino el hijo de lo demoníaco que, por ende, es preciso llevar al exterminio. En realidad de lo que se trata aquí es de una lucha de poder reflejada en la literatura, y es que, en efecto, ninguna obra literaria es inocente.
Así pues, en este caso, la exotización se da de manera ambivalente y oscilante entre los rasgos positivos y negativos. En otras palabras, los autómatas orientales –intra y extratextualmente– representan, sí, por un lado, la “corporeización” de los ideales de belleza y abundancia que quedan definidos por los materiales en los que generalmente están construidos estos mecanismos (metales y piedras preciosas), así como el placer que poroducen, un placer generalmente estético-musical. No obstante, estos mecanismos también reflejan una amenaza hipotética para Occidente, pues los textos dejan entredicho que, si algunos reinos orientales son capaces de construir semejantes máquinas sólo por deleite, ¿qué no serán capaces de hacer en el ámbito bélico? (fig.3) Luego, podríamos afirmar que lejos de ser una simple e inocente re-presentación de objetos mecánicos físicos, los autómatas orientales que se presentan en algunos textos de la Edad Media son parte, a su vez, de una maquinaria mayor y más compleja. Machina machinarum; la maquinaria política e ideológica que traza la figura de un otro, a la vez, temido y admirado.


Editorial

Admiranda y Mirabilia son dos términos latinos, más o menos sinonímicos, que los antiguos utilizaban para referirse a todas aquellas cosas que les causaban admiración, sorpresa y, en una palabra, maravilla. Dlos animales orientales desconocidos, como los elefantes (que, por cierto, por primera vez pisaron tierra europea gracias al terrible y non sanctus Anibal, el cartaginés); el rinoceronte, cuyo cuerno se creía materia infalible para combatir cualquier veneno ( de ahí que se hicieran copas de cuerno de rinoceronte, vendidas como copas de cuerno de unicornio); hasta, incluso, elementos abolutamente locos, desordenados y fuera de la razón, como el Mar Arenoso que, según la leyenda medieval, el Preste Juan tenía en sus dominios y que consistía en un espacio oceánico, irónicamente, lleno no de agua, sino de arena; y por el cual nadaban peces de diversos colores, dulcísismos al paladar; además de arrastrar en sus corrientes, oro, plata y piedras preciosas.

Los admiranda y los mirabilia no son para nada un género literario, sino elementos que constituyen y pueden ser parte de esos mismos géneros. Desde la Antiguedad, hasta la entrada la modernidad, lo maravilloso ( termino que podría resumir ambos conceptos, el de admiranda y mirabilia) ha sido frecuente en el hombre occidental. Incluso, podría afirmar que, desde siempre, el hombre se ha inclinado a buscar lo maravilloso, ya sea para darse una explicación de su mundo, o bien para aminorar la carga de pesimismo que le trae su época histórica. Actualmente, el ejemplo más superfluo de esto, aunque también el más peligroso en muchos sentidos, podría estar representado por las historias fantásticas que trasmiten los medios de comunicación que, no obstante, tienden a banalizar este tipo de elementos culturales.

Hoy comienzo este blog con el fin de compartir con los lectores algunos de estos bellos pasajes de una historia de las ideas; una historia de realidades alternas, porque el hombre siempre ha apostado a los sueños, a lo posible, aunque esto sea más bien imposible, porque eso nos hace humanos। A lo largo de esta aventura hablaré de literatura, pues es a lo que prácticamente me dedico, pero no dejaré a un lado, las pintura y la arquitectura, cosas que también me fascinan. Antes, debo agradecer a todos aquellos profesores y maestros de vida que me guiaron por este camino. Ellos saben perfectamente quienes son y no necesitan de reconocimiento, pues son seres excepcionales que guían, siempre con una luz impresionante, nuestros caminos. El único fin que persigo, no hay más, es el de compartir el conocimiento y la belleza, pues bien dicen los sabios antiguos, es menester hacer participe de las cosas bellas, pues tuyo no es el mundo,sino de todos.

The Frozen islands child