sábado, 17 de julio de 2010

La torre de Babel


La torre de Babel

Uno de mis pinturas favoritas –en realidad tengo muchas– es la Torre de Babel de Pieter Brughel el Viejo. En ella, como se puede ver, se representa una estructura derruida que surca los cielos y penetra en las nubes, en el reino de Dios. En realidad no se trata, evidentemente, de una estructura en ruinas; sino de una estructura inacabada cuyo referente, lo sabemos todos, es en absoluto literario, por lo menos para nosotros (pues antes quizá se trató, específicamente, de una leyenda en particular). En efecto, se trata del conocidísimo –aunque no la hayamos leído– capítulo 11 del Génesis, que cuenta cómo Nemrod mandó construir una torre que llegara hasta el punto donde se encontraba Dios. Hecho que no agradó nada, nadita, al creador; y por tanto mandó, como castigo, la confusión de las lenguas, para crear la confusión, para crear el caos.

Originalmente, no obstante, en algunas Biblias aún se lee que los constructores originales no eran hombres, sino gigantes: los Nefelim, que intentaron llegar mediante una construcción de obra vana de hombre, hasta los rincones más vedados para la humanidad. Luego, habría que pensar que este motivo es, sin duda, de esa genealogía de la gigantomaquia, es decir esa lucha entre primeros hombres (los gigantes) y dioses que hallamos en casi todas las mitologías y que en la cultura clásica, por ejemplo, lo encontramos en lo recolectado por Ovidio en sus Metamorfosis, o bien, antes, en la Biblioteca Mitológica de Apolodoro, quien señala: “Los gigantes , insuperables por su tamaño y invencibles por su fuerza, mostraban temible aspecto, , con espesa pelambre pendiente de la cabeza y el mentón, y escamas de dragón como pies.” (Apolodoro, Biblioteca mitológica, I, 6). Y es que, en efecto, los gigantes, como seres primigenios, también están relacionados con los mitológicos primeros habitantes de la tierra, las grandes serpientes, los dioses tectónicos, los dragones, etc.

Lo cierto es que la torre de Babel es toda una alegoría que se vincula con lo dicho, después, por el “Eclesiastés”: vanitas vatinatem et omnia vanitatum est. La vanidad del hombre, los logros efímeros, los logros terrenos, los logros de lo material. Pero ante todo, la soberbia, nuestra soberbia que tanto veneno ha vertido por el mundo, que tanto veneno ha vertido por la historia, ¿qué es, sino soberbia, ver por uno mismo y no por lo demás, tantos desastres históricos, las guerras, la lucha por alcanzar el poder, la miseria de los pueblos, nuestra miseria del alma? Algún día, hace algún tiempo, escribí lo siguiente:

Castigo de un dios iracundo,
ojo primario que transpira el furor que sustentaba las alianzas,
hoy desamparos.

La torre quedó hecha de andamios de viento,
hecha de aire. Su sueño, prometido al polvo;
pues las lenguas de la genealogía de Noé
se bifurcaron infinitamente,
como ríos sobre el mundo,
red de venas que encauzó distinción de sangre,
distinción de nación.

Habían pretendido el sueño,
y qué sueño, alcanzar el cielo,
palpar con sus dedos la piel de dios.
Tierra de Sennaar, océano de arena,
donde reinó, para siempre, nuevamente el caos.